sus ventajas,

12/15/2015 13:46
pa¬ralizada de espanto, hasta los libros contu¬vieron el aliento. Entonces la bibliotecaria dijo:
—Veamos que dice el Manual de Botáni¬ca, precisamente lo tengo en la mano —abrió el libro y leyó en sus hojas —«Nin- 
 
guna planta debe ser cortada fuera de la temporada de la poda, aun a pesar de que su crecimiento se desvíe de la dirección se¬ñalada. Si crece desordenadamente, no se preocupe, la planta mejor que nadie cono¬ce sus posibilidades de vida y crecimiento». Según esto —siguió diciendo la biblioteca- ria —será mejor que la dejemos como está, alegrará un poco la Bibilioteca, ¿no le pa¬rece, Tomás?
—Sí, ¿por qué no? —contestó Tomás —a mí siempre me han gustado las plantas. Bueno, voy a abrir —agregó mientras salía por la puerta.
Lucrecia no podía creer lo que había oído, ¡así que al final la dejarían quedar¬se...! Y además, tenía que reconocer que el Manual de Botánica se había portado bien al fin y al cabo.
—Yo... —empezó a decir Lucrecia con la voz temblorosa por la emoción —no sabe cuánto se lo agradezco, señora biblioteca- ria, y a ti también, Manual de Botánica, te¬nías razón al decir que los libros sois muy importantes.
El Manual de Botánica se limitó a gru¬ñir con cierta complacencia, pero la biblio- tecaria dijo:
—Bien, bien, hablaremos más tarde Lu¬crecia, así te llamas ¿no? Ahora tengo mu¬chísimo trabajo y de momento os pido que no habléis con nadie más, si no queréis que esto acabe pareciendo un circo. Cuando lle¬gue la hora de cerrar, ya me daréis todas las explicaciones necesarias. Y, por cierto —añadió sonriendo cuando ya estaba en la puerta —me llamo Isabel.
 
BIBLIÓPOLIS
 
Pilar Montero
AMANDA Y EL LIBRO DE BOLSILLO
Ilustraciones de Eduardo López Arigita
MONTENA
 
© Mondadori España, S. A., 1988 Avda. Alfonso XIII, 50 - Madrid
I.S.B.N.: 84-397-1415-7 Depósito legal: M-38.645-1988
Fotocomposición: Pérez Díaz, S. A. Impresión: Grafur, S. A. Printed in Spain
 
Para Amanda
 
I
«¡Qué bien! ¡Por fin es viernes!», pensó Amanda. Estaba muy cansada al final de la semana. Tenía doce años y su jornada de trabajo era más larga que la de un feriante.
De lunes a viernes se levantaba a las 7.45 de la mañana; medio sonámbula se iba dan¬do trompicones con las puertas y las sillas basta que conseguía abrir un ojo. Desayu¬naba, se lavucheaba como los gatos y cogía la mochila con sus enseres escolares: dos plumieres (uno con rotuladores de punta gruesa, bolígrafos rojos, negros y azules, y goma de borrar tinta, y el otro estuche fie láp ices de colores y gomas de borrar de sabor a fresa y naranja), un cuaderno de anillas, un cuaderno de espiral y cinco li¬bros.
Todos los días cogía un autobús escolar. No es que estuviera muy lejos el colegio, peí o tenían que dar muchas vueltas para ir recorriendo a todos los niños, desde los más pequeños que llevaban prendida una tarje- tita con su nombre y dirección, hasta los de
 
los últimos cursos que, como Amanda, se creían muy mayores.
En el colé lo pasaba muy bien. A la hora del recreo se organizaba un auténtico ba¬rullo: unos saltaban a la cuerda, otros juga¬ban a la pelota o al escondite.
Como tenía clases por la tarde y no le daba tiempo a ir a su casa, se quedaba a co¬mer en el colegio como otra gran cantidad de compañeros. «Los macarrones están as¬querosos, muy blandengues y el filete como una suela; todos los niños lo tiramos por allí», le decía a su abuela.
Después de pasarse todo el día dibujan¬do, escribiendo, haciendo cuentas, reeor-
 
 
tando y comentando noticias de los perió¬dicos, jugando al fútbol, y aprendiendo cómo respiran los peces, bien se merecía un bocadillo de jamón con un poquito de man¬tequilla para que fuera más suave, y poder ver los dibujos animados de la televisión.
Su mamá la esperaba en casa con la me¬rienda preparada, y entre bocado y bocado, la niña le contaba todo lo que había hecho ese día en clase y lo que les había dicho el profesor.
Como Amanda era muy despabilada, des¬pués de demostrar que en el agua era una sirena (de espalda no le gustaba mucho na¬dar porque ¡vaya hombros que se le po¬nían!), había empezado a aprender música, primero solfeo y ahora también piano.
De manera que los martes y los jueves por la tarde iba al conservatorio de músi¬ca; pero como allí no aprendía mucho que digamos, los lunes y los miércoles empezó a ir a unas clases particulares.
El profesor de música era un señor ya mayor, muy sordo. Siempre tenía cerradas las ventanas a cal y canto: en invierno por¬que hacía frío, y en verano porque al estar en penumbra —decía el profe— se estaba más fresco. Daba las clases en camiseta y se empeñaba en que Amanda tomara una hor¬chata.
El profesor González (pues así se bacía llamar), estaba muy sordo (como Beetho-
 
ven), pero afortunadamente su mujer sabía música. Así es que cuando la niña se equi¬vocaba de nota al tocar las teclas del piano, se oía la voz de la mujer que decía: «¡Eh, que no es MI, que es FA!»
Total, que al final del día, Amanda esta¬ba tan cansada y era tan tarde, que apenas tenía ganas ni tiempo para leer, que era una de sus diversiones preferidas.
 
 
II
«¡Uf! Menos mal que ya es viernes», se¬guía pensando Amanda, mientras iba de ca¬mino a su casa. Por fin tenía dos días para descansar y dedicarse a su afición favorita: la lectura, y además en casa de la abuela. ¡Qué bien!
En el aula del colegio tenían una peque¬ña biblioteca de donde todos los niños de la clase podían llevarse prestado un libro para el fin de semana. Era fácil saber cuá¬les eran los libros que tenían más éxito por¬que presentaban las pastas y las hojas ar¬queadas con las esquinitas gastadas. A nues¬tra protagonista le encantaban los libros de aventuras que tuviesen lugar en países exó¬ticos, en medio de la jungla o en el mar, y en épocas remotas.
Un compañero de clase, Raúl (por cierto, el que más le gustaba de todos), le dijo que el libro de «La isla del tesoro» era ehachi y que se lo iba a pasar bomba leyéndolo.
Así es que entre los plumieres y los cua-dernos, al fondo de la mochila, iba el libro
 
que tanta diversión y entretenimiento pro¬metía.
El mismo viernes, nada más cenar, se re- pantingó en un sillón y echó mano del li¬bro. Éste era uno de ésos que llaman de bolsillo porque no son muy grandes y sue¬len ser baratos. Estaba bastante nuevo ya que era el principio del curso y además el profesor había dado overnight-scanning muchas indicaciones sobre cómo se debían tratar los libros, pues eran para todos.
Después de observar la portada en la que había un precioso barco con grandes velas en medio de un mar azul, Amanda se dis¬puso a comenzar su lectura.
 
 
III
«Y el viejo marino llegó a la posada del “Almirante Benbow”...» ¡Qué libro tan di¬vertido! El protagonista era un chaval muy atrevido y las aventuras se prometían muy interesantes.
Arrellanada como estaba en la cama-sofá
 
de su habitación, no sabía por qué, pero Amanda se encontraba incómoda; cambia¬ba de postura: unas veces echada de perfil, como los romanos, y apoyada en un cojín, otras veces tumbada boca abajo... ¡Imposi¬ble! Se cansaba muchísimo. Nunca le había ocurrido nada semejante. Así es que deci¬dió bajarse a la calle con los amigos del ba¬rrio a dar una vuelta en bici.
Les preguntó si habían leído «La isla del tesoro», y la niña del cuarto piso le dijo que sí, que era estupendo.
Al día siguiente, tras la comida, después de ver los Picapiedra en la televisión, cogió de nuevo su libro de lectura.
Cada vez se cansaba más, las letras esta¬ban borrosas. No había forma de leer y, en¬fadada, cerró de golpe el libro. Además ha¬cía ya rato que un ruido que al princi¬pio era imperceptible, se volvía cada vez más molesto. Agudiza el oído y cree reco¬nocer el llanto de un niño. «¡Qué raro!», se dice a sí misma. Se tira al suelo y apoya la oreja en el pavimento, como los indios, para ver si llora el niño de los vecinos de abajo.
Pero allí no es, ya sabía ella que se iban al campo este fin de semana.
De repente, gira la cabeza y dirige la vis¬ta hacia el libro que tan distraídamente ha¬bía abandonado en un rincón. Intenta abrirlo por donde iba leyendo y no puede:
 
resulta que las hojas parecen mojadas y se adhieren entre sí.
La tinta con que estaban impresas las le¬tras se corre progresivamente. «No hay nin¬guna duda, ¡los lloros proceden del libro!»
Amanda no podía creer lo que veían sus ojos y oían sus oídos.
—¿Pero qué pasa aquí? ¿Un libro con lá-grimas?
—Sí, soy yo, el libro de bolsillo.
—¿Y desde cuándo lloran los libros?
—Pues desde siempre. Nosotros también tenemos nuestro corazón, aunque sea de papel.
—¿Y qué te sucede? —preguntó Aman¬da.
—Pues nada, que lloro porque quiero volver con mis papás.
La niña sentía cada vez más curiosidad y sorpresa.
—¿Por qué no me cuentas tu historia? —dijo, sujetando el libro entre sus manos y acariciándole la portada.
 
IV
«Yo era un pequeño roble —comenzó el libro de bolsillo—, nacido en Noruega, país nórdico famoso por su gran cantidad de ár¬boles y su gran producción maderera. Vi¬vía con mi papá, un robusto roble, y mi mamá, también de la familia de los robles, alta y esbelta.
«Como el bosque en el que yo vivía era